Los nuevos liderazgos y los viejos vicios
"La falta de democratización dentro de los propios partidos es una de las razones de su decadencia."
Por Ileana M. Chirinos Escudero Mediadora Contadora Pública Nacional Magister en Administración de Empresas. Universidad de Belgrano Ecole Nationale Des Ponts et Chaussés - Paris Francia.
Un fenómeno que ha venido tomando forma desde hace varios años es el debilitamiento de los partidos políticos como estructuras donde se dirimen las figuras de los candidatos. La falta de democratización dentro de los propios partidos es una de las razones de su decadencia. Si analizamos los resultados electorales, se vuelve evidente que los votantes argentinos tienden a ser más candidato-céntricos que partido-céntricos, es decir, que están más inclinados a seguir a personas antes que a las estructuras partidarias. Al decidir su voto, la gente les presta más atención a las cualidades de los candidatos que a las del partido. Esto implica que los votantes argentinos tienen preferencias claramente candidato-céntricas, y aquí comienzan a surgir una serie de cuestiones importantes que vale la pena analizar.
Desde una perspectiva teórica, los líderes no deberían aspirar al poder por el poder mismo ni por ambiciones personales, sino al poder "para", es decir, para alcanzar el llamado bien común, utilizando el poder como un instrumento para lograr fines valiosos para la sociedad. La política, conceptualmente, es la actividad con mayor potencial para provocar cambios en el conjunto social. Esto se debe a que su esencia reside en la lucha por la consecución, acumulación y mantenimiento del poder. Sin política, no hay cambios de paradigma en una democracia; es el mecanismo natural de asignación y equilibrio entre los poderes del Estado.
El primer problema de una sociedad candidato-céntrica es su vulnerabilidad al culto a la personalidad. Este culto se extiende por todos los niveles de la vida política: nacional, provincial y municipal. Basta con ver los omnipresentes cartelitos de "gestión Juan Pérez" pegados en los costados de los colectivos, los contenedores de residuos y los camiones ploteados con el nombre del gobernante de turno. Estos letreros, que pueden parecer anecdóticos, son en realidad un síntoma claro de la naturalización del culto a la personalidad de nuestros líderes. Si los bienes del Estado son de todos, ¿por qué deberían estar etiquetados como logros de un político determinado cuando, en última instancia, no hacen más que cumplir con su deber?
Las redes sociales y sus algoritmos también juegan un papel importante en fomentar este culto. Ahora podemos seguir a los líderes-influencers directamente, observar sus publicaciones y alimentar la ilusión de una cercanía con ellos, como si fueran parte de nuestra vida diaria. Esto no es más que un reflejo de una relación mediada por la virtualidad, pero que, sin embargo, refuerza la tendencia a centrarse en la figura del individuo en lugar de en las propuestas de fondo.
El segundo problema del culto a la personalidad radica en la actitud de los propios líderes, quienes, como en el mito de Narciso, no hacen más que mirarse a sí mismos y alabarse de manera constante. Reposteando comentarios positivos, hablando en tercera persona y elaborando narrativas en las que se presentan como los protagonistas únicos de los cambios, los líderes contribuyen a perpetuar este ciclo. Muchas veces, sin embargo, estos cambios son el resultado del contexto histórico y de la dialéctica del rechazo hacia otros líderes o simplemente del humor social. Es decir, los logros que se atribuyen no son necesariamente fruto de su gestión exclusiva, sino de una serie de factores externos que, sin embargo, son obviados en sus relatos personalistas.
Los partidos políticos, por su parte, no están exentos de responsabilidad en esta crisis. Son los autores de su propia ruina, al fragmentarse en camarillas y expulsarse mutuamente, fomentando el "salto de tranquera", un deporte político que consiste en pasarse de un partido a otro sin ni siquiera sonrojarse. Esta práctica desdibuja aún más los límites ideológicos y refuerza la idea de que el poder es un fin en sí mismo, y no un medio para la transformación social.
El tercer problema del culto a la personalidad es la decepción inevitable que genera. Cuando los votantes depositan su fe en un líder y este falla, la frustración social es inevitable. Si el líder cae, la sociedad lo siente como un fracaso colectivo. Esta decepción es dolorosa, pero también necesaria, porque evidencia la fragilidad de los liderazgos personalistas y expone la necesidad de un cambio más profundo. A partir de aquí, se desprende que lo más saludable para una sociedad sería contar con instituciones fuertes y equilibradas, en lugar de enamorarse de figuras individuales con el riesgo de sufrir decepción tras decepción. El desencanto de las masas tiene efectos tremendos.
Por otra parte, dentro de las distintas tipologías de liderazgo político, podríamos hacer una primera gran división: liderazgos positivos y negativos. Para ilustrarlo con ejemplos extremos, podemos citar a Nelson Mandela como paradigma de los primeros y a Adolf Hitler de los segundos. Claro está, no siempre los contrastes son tan marcados, y la mayoría de los líderes no son completamente buenos ni completamente malos. Como todo en la vida tienen su propio blend.
El cuarto problema del culto a la personalidad es la imitación o sobreidentificación que genera en la sociedad. Nos surge entonces la pregunta: ¿puede ser que el carácter y el comportamiento de los líderes políticos moldee a la sociedad? En cierto modo, esta cuestión nos lleva a preguntarnos si es la sociedad la que determina el carácter de sus líderes o si, por el contrario, son los líderes quienes influyen en el comportamiento de sus seguidores.
La realidad es que la sociedad tiende a mimetizarse con el líder, adoptando sus formas, modos, , creencias, narrativas y, por supuesto, sus vicios. Lo característico de este proceso es que no se da a través del convencimiento racional, sino por la vía emocional, lo que a menudo conduce al fanatismo. No todos los políticos y gobernantes son líderes en el sentido transformador del término; solo aquellos capaces de cambiar paradigmas y lograr que la gente adopte sus ideas como propias pueden ser considerados verdaderos líderes. Los demás pueden ser solo oportunistas.
Desafortunadamente, la modalidad que muchos líderes emplean para promocionar una única verdad oficial, dividiendo a la sociedad entre "solidarios" y "mezquinos", sigue intacta, e incluso se ha perfeccionado. El discurso de la división social, en el que unos "la ven" y otros no, continúa siendo una estrategia recurrente en el liderazgo contemporáneo.
El problema más grave, sin embargo, es que estos líderes transmiten a la sociedad vicios o valores negativos como la agresividad, la falta de empatía, el regocijo en la crueldad y un lenguaje hostil que fomenta el revanchismo hacia aquellos que piensan diferente. Este tipo de liderazgo, generalmente encuadrado en lo que se conoce como "liderazgo populista", se caracteriza por la ausencia de intermediarios entre el líder y el pueblo. El populista se presenta como el intérprete directo de las masas, bajo la máxima "vox populi, vox dei". Eso se extiende a muchos políticos, aún más en los retirados que cuando aparecen solos o con su círculo más cercano apoyándolos pretenden seguir siendo exegetas o intérpretes de la sociedad cuando perdieron su turno en la historia.
No obstante, en política no todo es lo que parece, y mucho menos es un juego de suma cero. No se trata de que uno gane y el otro pierda, sino de negociar y encontrar caminos para que todos puedan ganar. Creer que todo puede ser reducido a una casta es, en última instancia, más populismo, porque elimina las instituciones como mediadoras legales en una república.
Finalmente, y aunque no sea una afirmación científica comprobable, parece que, salvo pocas excepciones, los gobernantes no son más que el reflejo de su sociedad, limitándose a cumplir con los requerimientos que esta les impone. Son un producto del inconsciente colectivo que, así como los endiosa, puede marginarlos en cualquier momento. Entender esto es el antídoto natural al culto a la personalidad.
Por lo tanto, si los partidos políticos continúan sin responder a las demandas actuales y los líderes persisten en promover su "auto bombo", una solución viable podría ser el fortalecimiento de equipos o think tanks que operen de manera constante, no como actores ocasionales, sino como verdaderos semilleros de ideas y gestión, impulsando el cambio cultural necesario para el progreso. Un think tank, en su esencia, es un grupo de expertos o un laboratorio de ideas cuya misión es investigar, proponer y ejecutar soluciones concretas a los problemas sociales, económicos y políticos. En un contexto de creciente complejidad, no basta con confiar únicamente en los gabinetes tradicionales, cuya capacidad es limitada y, a menudo, circunscrita a la mera coyuntura y al humor del gobernante, sin contar con la obsecuencia relacionada a la supervivencia del cargo.
Quizás, los think tank podrían estar vinculados a nuevos roles que podrían encarnar las universidades, aprovechando su capacidad para generar conocimiento. Sería una forma ganar -ganar de reconducir o gestionar el conflicto que se ha planteado. Es claramente injusto y hasta desagradecido poner a todos en la misma bolsa. Las universidades son en esencia cunas del pensamiento crítico y no de adoctrinamiento. En este sentido, sigo insistiendo, por enésima vez, en que este enfoque —el de construir desde el pensamiento colectivo, el análisis riguroso y la acción coordinada— es, quizás, la única vía que realmente nos permitirá mejorar nuestras vidas.